Las palomas se arremolinaban en la Plaza del Consenso para comer las migas de pan que había en el suelo. Los guardias permanecían quietos y rígidos como estatuas.
Domingo estaba contemplando el Palacio de la Soberanía Nacional, un edificio largo y blanco. Sus ojos vibraban desencajados. Su corazón palpitaba deprisa y respiraba nerviosamente.
Tenía ochenta años, la piel pálida y una barriga prominente. Llevaba la típica boina de jubilado, una camisa blanca y unos pantalones de color caqui.
Estaba decidido. No tenía nada más que perder. Se lo habían quitado todo. Le recortaron la pensión, el banco le cerró la botica y el banco le envió una carta diciéndole que mañana debía desalojar su casa.
Había tocado fondo. Se negaba a vivir en la calle y buscar en la basura. No quería sufrir semejante humillación.
Sacó de su bolsillo una pistola, la alzó y se la llevó a la sien. La gente lo observaba atónita, los policías trataban de acercársele y los políticos que trabajaban en el Palacio decidieron bajar las persianas para no verlo.
Domingo los ignoraba. Estaba sumergido en su depresión.
“¡Ya no hay sentido para seguir viviendo!”, pensó. “Espero que algún día ahorquen a los culpables y les hagan pagar por este crimen.”
Cerró los ojos fuertemente y apretó el gatillo. El sonido espantó a las palomas. La gente se estremeció cuando los trozos de seso saltaron por los aires y los policías permanecieron impotentes por no haberlo salvado.
La Gran Depresión asesinó a Domingo.
© Óscar Alonso Tenorio
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