Miércoles. Es el tercer día que mi padre está desaparecido.
Esta situación me desespera. No puedo seguir así. Se está convirtiendo en una
auténtica pesadilla, de la que veo que jamás me despertaré.
Todo
germinó el sábado. Cuando me estaba preparando para ir a baloncesto, escuché a
mi madre llorando porque tenía una vida que no le gustaba. Mi padre la consolaba
en vano. Ahí empezó todo. La desazón no cesó, sino que continuó. El domingo,
cuando me desvelé del sueño, escuché a mi madre gritarle y pegarlo. Quería
cerrar los ojos, pensar que esto era una alucinación mía y que cambiaría cuando
me despertara. Pero no fue así. Era real.
La
noche del domingo fue la que detonó mi desánimo. No había nadie en casa, salvo
mi madre. Me vino el primer pensamiento de que mi padre se había ido un rato a
tomar el aire. Mi madre actuaba como si no hubiera ocurrido nada. Es más, se
comportaba como si jamás hubiera tenido marido… como si hubiera vivido siempre
sin él.
Estaba
todo raro. La depresión de mi madre había llegado demasiado lejos. Había echado
de casa a mi padre. Quizá él y yo no nos llevemos bien, pero tampoco quería que
desapareciese de mi vida. Esto solo produjo que terminara teniendo recelo de
ellos dos. Estaba muy disgustado. En dos días se desmoronó toda la estructura
familiar que construimos en años.
Cené el
embutido que había en la mesa. El disgusto se quedaba en mi estómago y no me
dejaba la cabeza tranquila. La idea de mi padre fuera de casa pululaba igual
que una mosca revoloteando detrás de mi oreja.
Mi
madre seguía callada. No mostraba remordimientos por haber expulsado a su marido
de su vida. Incluso la notaba indiferente.
—¿Papá
ha ido a buscar a Miguel?— pregunté.
—No,
papá se ha ido de casa—me contestó mi madre. —¡Ya sabes! No nos entendemos, así
que…
¡Justo
como predije! Esa era la respuesta que esperaba. ¡Es mentira! Sí se entienden,
pero mi madre no hace esfuerzo ninguno para superar su depresión. Ni siquiera,
asume que padece dicha enfermedad. Esa “ceguera voluntaria” estaba matando la
convivencia familiar, y no era consciente de ello.
Un halo
negro de tristeza me rodeó y me hundía lentamente. Los cimientos del mundo que
me había creado yo se estaban cayendo. Sentía cómo la tierra se rajaba en dos
mitades y me dejaba cada vez más inestable.
Esa
sensación siguió tanto el lunes como el martes. Conocía a la perfección sus horarios
de trabajo y tenía controlado a la hora que volvería. Esperaba a que regresara
por la puerta por la que se marchó el domingo, pero no lo hacía. Mi padre nos
había abandonado, mi madre apenas se preocupaba por nosotros y yo me comí el
marrón de los dos frentes.
Ya no
me encuentro con ganas de seguir. Tengo ganas de tirar la toalla y dejarme caer
al vacío.
Desde
la Antigüedad, nos han estado diciendo que la esperanza es lo último que se
perdía; pero, ¿quién me va a dar esa esperanza? ¿Dónde la busco? ¿Acaso existe
esa esperanza para que acabe la pesadilla de una vez? No lo sé. Hoy dormiré y
mañana me levantaré investigando dónde se hallará esa lucecita verde llamada…
Esperanza.
Hoy pensaba denunciar la desaparición de mi padre, pero
cambié de opinión cuando mi madre me lo explicó todo.
—Misterio
resuelto— me dije.
Me
contó todo lo que sentía: soledad, falta de apoyo y de cariño, tristeza, amargura…
Ambos pensaron que la mejor solución era la separación. En cuanto a mi padre,
se marchó porque no aguantaba esta situación tan hostil. En lugar de
enfrentarse a los problemas, tomó la decisión de marcharse y no volver más.
La
verdad, a veces, duele; pero es mejor conocerla porque antes se cerrarán las
heridas. Quizá no sea ahora el momento para la esperanza, pero sí podrá serlo
más adelante. Lo único que me queda son la paciencia y el tiempo.
La
esperanza, creo que no me hará falta buscarla más. Ella me encontrará a mí
cuando menos me lo espere.
© Óscar Alonso Tenorio
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